lunes, 29 de junio de 2009

MAX

Justo cuando iba a escribir de mi felicidad por haber leído Bufo & Spallanzani de Rubem Fonseca -recomendación de un alguien con muy buen gusto literario- y a comentar que fue una lectura que disfruté mucho...

Hoy no escribiré sobre la muerte de mi gato, no. No escribiré que llegó a casa el día de mi cena de cumpleaños, y que se puso debajo de la barra y me miró detenidamente. No diré que lo abracé y ahí valí madre. No hablaré de que era una bola de pelos de dos meses de edad y que le fascinaba dormir conmigo. No contaré que hoy un perro lo cazó con sus dientes y lo mantuvo ahí hasta que perdió la vida. No mencionaré que fui testigo de su terrible muerte y maullidos pequeños sin poder hacer nada. 

Escucho a Massive Attack mientras no escribo de la muerte de Max. Esto es un no escribir. Son sólo palabras para decir que desde hace mucho le temo a las despedidas, a las separaciones. Había decidido desde tiempo atrás no mantener apego por las cosas, las personas, los animales. El dolor por las pérdidas es cada vez más grande. Al contrario de lo que se piensa, con el tiempo, las cosas duelen más. Cada vez más. 

Es la muerte de un gato, pero conlleva la dilucidación del comportamiento general de los seres vivos. Siempre hay un agresor y siempre un agredido. Siempre alguien que gana y alguien que muere.

Es una lástima, Max, ni siquiera tengo una foto tuya.

Siempre el castigo.



Pásele al blog de:

www.todossomosunmundopequeno.blogspot.com 

Entrevistas, cartas y actualizaciones del Caso Cecut.


-En Tijuana, uno siempre se puede enamorar de todo- Dijo, mientras expelía una bocanada de humo. Yo siempre me enamoro, porque la ciudad es como una mujer, a veces está triste, otras se asusta o se alegra, pero siempre le da pa' lante. Siempre.

Lo escucho mientras espero que se llene el taxi. Mi asiento ya está apartado. Los tres fumamos. Él, el taxista y yo. Su jornada laboral comienza a las 10:00pm. Vende melones y sus clientes son los choferes de los taxis. Cada noche trae una fruta distinta, recorre los sitios de transporte y no se va a casa hasta que termina. Su sudadera -que solía ser blanca- esta roída del cuello, el pantalón se ve seboso y pasado de moda, su cabeza la cubre con una gorra de las Chivas. 

Le di el pedazo de pastel que traía de la fiesta para no comprarle melones. Se termina el cigarro y lo veo alejarse. 

En Tijuana, uno se enamora de todo. Aunque ya no con la misma intensidad de la adolescencia. Veo las calles camino a casa y trato de memorizarlas, la ciudad tiene recuerdos que nadie ha vivido. 

Al menos siento que ya no muero por dentro.

sábado, 27 de junio de 2009

La esme está en www.la-ch.com y en www.revistaespiral.org.


jueves, 25 de junio de 2009

Cuando uno camina solo, la ciudad es más grande, el suelo se hunde a cada paso, el olor de la soledad está en todas partes. Las calles inmensas guardan la memoria de los olvidados. No se extraña la compañía, se extraña la sensación de caminar sin sombras.

lunes, 22 de junio de 2009

Pase lo que pase, Una siempre se enfrenta a hacer algo por primera vez.

domingo, 21 de junio de 2009

Hoy comí con mi familia en petit comité, mis padres, mis hermanos y sus respectivas familias. Celebrábamos el día del papá. Vi sus hermosos ojos azules (los de mi padre), y pensé en la costumbre de celebrar esa clase de días, el de nombrar y capitalizar las emociones, el día de la madre, del niño, de la familia, del abuelo, etc. Y de cómo la no memoria, nos hace tanto daño. Mi padre nunca ha estado al pendiente de sus hijos, nunca una llamada, nunca un "cómo estás?" Verdadero. Todo es a través de mi madre. Desde la infancia lo recuerdo siempre con unas copas, o cerveza más bien, encima. A él le debo mi primera cruda. Tenía cinco años y fuimos a una fiesta. No recuerdo de quién o de qué era. Pero supongo que era para gente grande, pues no había soda ni agua de frutas para los niños. Comencé a jugar a las escondidas con mis amigos, y la sed llegó rápidamente. Cada vez que tenía sed, mi papá me daba de su bebida, yo no reconocí el sabor, pero recuerdo que era amargo y seco: era tequila. No sé que tanto tomé, pero en una de las vueltas, me paré en seco y caí completamente borracha, sí, borracha. De ahí no supe más, sólo sentí los brazos de mi hermano Darío, quien preocupado trataba de despertarme. Cuando abrí los ojos, ya era de noche, y la sed me quemaba la garganta. 

Lo veo ahora, 25 años después, y me sigue pareciendo guapo, y aunque no creo en las familias Kellog's, me hubiera gustado que la mía fuera una de las más cercanas a eso. O por lo menos, que Ramón pensara más en sus hijos, aunque ya seamos adultos. Es mi padre, y a él le heredé los rizos, la fuerza, y ese andar solitario y orgulloso: el de los Ceballos.
Le debo también mis primeras lecturas, sus novelas de ciencia ficción y las de vaqueros; mi primer cigarro, y el aprender a fumarlo; el defender mis ideas antieclesiásticas, y sobre todo, a creer en la gente y a ayudarla si es necesario; también el que nunca me pegó, pero sí me enseñó a pegar.
Mi madre dice que debo quererlo, que nunca me llama, pero que se la pasa hablando de mí con sus amigos, que está orgulloso, dice. Dice.