domingo, 12 de octubre de 2008

Llegué vestida de negro y con el cabello explotado por los vientos de santana. Ellas siempre tienen el cabello recogido en un chongo. Apenas me di cuenta. Me dolió ver que ni siquiera su cabello les pertenece. Al acostarse, el nudo en el cabello les impedía recostar la cabeza al raz del suelo. Se me hizo un nudo en el estómago, -ni modo, soy drama queen- pero lo guardé y seguí con la dinámica.

Nadie se pertenece, ni las morras del taller, ni mi familia. Lo constaté anoche, cuando en un party, soldados encapuchados registraron a todos los integrantes que comparten mi apellido. Estaban en el cumpleaños de mi tío y las camionetas repletas de uniformados voltearon la casa completamente. No encontraron nada. Al final se fueron, sin ni siquiera una disculpa. Ya no es lo mismo de antes. El miedo es efectivo.

Mientras mi familia padecía la negligencia, yo escogía en mi casa, el vestuario para mi obra de teatro navideña. !Qué inocencia!

Chingado...chingado...chingado. El mundo revuelto como los cajones de la casa de mi tío, y yo, luchando también con Freud y Adler para mi investigación de la materia del Yépez: el super yo de Ibargüengoitia.

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