Había quedado bien frente a las cámaras, su actuación había sido asertiva: fingió que era feliz. Al despedirse de todos en el canal de televisión, advirtió el pequeño dejo de agradecimiento de los que se quedaban, se dio lástima, ni siquiera un Ariel cerca, pensó.
Caminó más de tres cuadras para tomar el taxi, tomó el camino más largo, a pesar de que el cansancio le había llegado como llega la lluvia en el verano.
Llegó a casa con el vómito a mitad de la garganta, lo había pospuesto todo el trayecto. En el taxi, odió a la mujer que cantaba una canción de Lupe Esparza. Cuatro meses sin carro, se dijo. Cada cumpleaños le sucedía lo mismo, pero en esta ocasión, los residuos de la comida matutina se resistían a salir.
Su memoria viajó cuatro semanas atrás: la compañía, la gente entrando y saliendo de su casa, de su baño, de su cocina, y extrañó los momentos, fotografió en su mente, la barra y la serie de lop tops de distintas marcas y tamaños que la adornaban. Cada lop top, una personalidad infinita, un recuerdo hecho palabras. Miró la bolsa roja donde guardó lo olvidado: las chamarra de Franco, la caja del rastrillo y el chocolate de Noé, el libro que no encontró de Sara, el shampoo desconocido, los tennis de Abril. Su memoria fotográfica le evitó caer de rodillas y no olvidar, no olvidar. Incluso el toquido a aquella puerta le pareció digno de ser recordado. Incluso la última vez de las últimas veces sentada en esa mesa del Samborns, acompañada de esa expresión austera, la expresión que hacía lo posible por no demostrar más de lo debido.
Esta ocasión sería distinto, no vomitaría en soledad, Max, su gato, la miraba, parado en su cabeza.
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