jueves, 18 de julio de 2013

Ya no sé si las puertas se siguen abriendo o se están cerrando.
El universo hilvana los acontecimientos cual moira.
Dos hombres se acercan a vaciar sus consciencias y eximir sus culpas.

Y pienso en la culpa, en esa palabra que ahoga el pensamiento y se queda detenida en la memoria cual piedra incrustada en el zapato.

El Hombre es una máquina de cometer errores o simplemente toma malas decisiones?

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Estarás en la oficina, la gente entrando y saliendo. Él llegará, se sentará y recargará sus brazos en el escritorio, verás su cara desencajada y escucharás en susurro que solicita tu perdón.

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Dos años han pasado desde que nació mi hija. Dos años sin la figura paterna. Dos años, seis meses desde que supe que mi hija sólo llevaría mis apellidos. Esto no es queja, ni victimización. Es un saber que así serían las cosas y nada más. Lo acepté, asimilé y seguí caminando al mismo ritmo, al mismo paso.

El tiempo es sabio y todo lo acomoda.

No hay papá todavía, pero el perdón es algo.

Tres semanas. Dos abrazos. Dos hombres a los que amé. Y ahora ya no. Cuerpos distintos. Vínculos. Desapegos.

Ni un beso. Sólo paz.

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Hoy la hija se fue de vacaciones.

miércoles, 10 de julio de 2013

Ya casi no paso por aquí. Los días avanzan sigilosos, sin detenerse siquiera a verme. De pronto pienso que esto de escribir en blog es tan de los dosmiles que creo que me quedé instalada en la década pasada.

En otras ocasiones creo que la realidad de la cotidianidad me supera y cuando llega el momento de escribir ni siquiera sé cómo hacerlo. Estar más de diez horas en esta oficina luminosa y alejada del mundo me ha hecho pertenecer a otro tiempo.

Hace unos días me moví de la ciudad y asistí a la boda de una amiga que jamás pensé se atrevería a poner su firma en un acta de matrimonio. Abril se casó y fue ahí que me dí cuenta que siempre sobra tiempo para sorprenderse. La boda fue en medio de una tormenta inmensa, con relámpagos y el cielo tronando. Pensé entonces en la memoria de los días, en los recuerdos que se quedan en los objetos y en los abrazos. En nuestras noches de juerga al lado de alguien a quien ya no frecuentamos, a alguien que dejamos de querer en nuestras vidas.

Pensé también en esas personas que se van porque cumplieron ya su etapa. En los ciclos que debían cerrarse hacía mucho y no se habían sellado todavía. En la memoria del cuerpo, en los dolores musculares y sicosomáticos.

El cuerpo queda en los abrazos dados, en el calor de los alientos, en las yemas de los dedos. Así fue el abrazo primero que mi amor antiguo y yo nos dimos dos mañanas después en el Palacio de Bellas Artes. Él me esperaba recargado en uno de los pilares. Fue un encuentro tipo David Lynch. Ese abrazo despertó la memoria de ese amor tan grande que nos tuvimos hace ya mucho tiempo. Nuestro cuerpo encierra ya las cicatrices de la vida, de las noches, de los días.

Caminamos por la ciudad, nos tomamos un café sentados en una banca mientras nos cerciorábamos de que no quedara nada suelto, ni una sola palabra no dicha, ni una sola duda no disipada; las preguntas fueron terapéuticas, las respuestas más.

Terminamos en su casa escuchando a Drexler y viajando con la memoria a un espacio de paredes blancas con paredes rojas, aquél, nuestro espacio.

Lloramos y cerramos una puerta que amenazaba con quedarse abierta para siempre.

Nunca hay nuncas. Nunca hay siempres.