sábado, 28 de marzo de 2009

Todo es cuestión de casas.

La coincidencia, o más bien la inconsciencia, la llevó a aquella casa. Por curiosidad bajó aquellos escalones que recorrió cientos de veces. Hacía casi ocho años que no pisaba aquellas escaleras de cemento. El pasillo le pareció demasiado estrecho.

El lugar estaba en ruinas, completamente en ruinas, pero en la puerta de metal -aquella que a veces se resistía a abrirse-, se conservaba el número del apartamento: 8. Con ese número llamaban al pasado inquilino. Ella burló las leyes de allanamiento de morada y se brincó por los ventanales. Miró las paredes, las pintó imaginariamente. Uno a uno, los muebles que decoraban la sala, fueron creciendo, acomodándose, reconociéndose, saludándose: a dónde habrán ido aquellos dos? Aquellos que disfrutaban encerrarse los domingos, comer sushi, leer y pasar mucho tiempo en la cama, a dónde. La lámpara que odiaba en aquel entonces, se convirtió en un recuerdo lloradero. Los cuadros se colgaron solos, los discos volaron en el tiempo y se acomodaron en su lugar. El teléfono inexistente sonó. Y ella se camuflajeaba entre los escombros.

Ella tocó las paredes pintadas de rojo, caminó hasta la recámara, pero se detuvo en el marco de la puerta. El pasado era demasiado.

Dejó el café andati sobre una de las ventanas, se quitó el drama de uno de sus oídos y abandonó el lugar.

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