domingo, 3 de febrero de 2013


Hace tres semanas que mi padre está enfermo. Su cuerpo es amarillo y ha perdido mucho peso. La primera semana nos dijeron que era cuestión de esperar y que ya no se podía hacer nada.

Alguna vez he hablado de mi padre en este blog? 

Pues figúrese usté, mi padre es lo más alejado a un padre ejemplar que se pueda imaginar; cuando tenía cinco años me quemó un ojo con un cigarro (por accidente); en una fiesta se la pasó dándome cerveza en vez de agua de jamaica (estaba demasiado borracho para sostenerse y yo tenía sed), esa fue mi primera borrachera; no sé cuántas mujeres ocupan un lugar en su inmensa lista sexual; hubo veces que lo recogimos de las banquetas o que sus amigos nos lo traían inconsciente.

Así la cosa.

Ahora, después de más de cuarenta años de alcohol, su higado le cobra la factura. Cuando supimos que estaba enfermo, enloquecí, lo único que pensé fue: una vida de perros, una enfermedad de perros; sin embargo al saber que ya había tocado la puerta de San Pedro, recordé que es mi padre, y que quizá por eso regresó a casa.

Ahora, tres semanas después de hospitales y doctores, el papá está mejorando. Dicen que no se nos va a morir si lo cuidamos. Ha aumentado tres kilos y su piel ya está retomando su color.

Es mi padre. Veo su piel adherida a los huesos y las membranas amarillas rodeando sus ojos verdes y pienso: no es el mejor ejemplo de padre, pero es mi padre. 

Si no estoy en la cárcel, soy adicta o una hija de puta, quizá no hizo todo tan mal.

Perdonar al otro es perdonarse así mismo y lograr la libertad de conciencia.




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