martes, 26 de agosto de 2008

Estoy empezando a disfrutar la soledad de mi casa. Ese llegar y saludarme a mí misma y al eco que dejan las hormigas cuando pasan. No, todavía no se han ido. Tampoco he querido matarlas, ellas solas dicidirán abandonarme cuando se termine el verano. Antes de que se vayan, les pondré un letrero: este hotel permanecerá cerrado el próximo verano. FAVOR DE NO REGRESAR.

Amo mi casa con sus paredes blancas y sus columnas rojas, donde el piso es mío, los sillones son míos, el refri es mío, la lavadora es mía. Me gusta dormir en el sillón, a veces lo hago por varias noches seguidas. En ocasiones, sólo entro a la recámara a vestirme, y me gusta, me gusta mucho.
La casa ya sólo me tiene a mí, y yo la tengo a ella. Estamos solas, pero nos acompañamos y nos queremos demasiado. Tanto, que a pesar de la vorágine, no he podido abandonarla. Muchas veces lo he pensado, pero no puedo, ella me detiene, la miro y me ruega que permanezca.

Cambié muchas cosas, y muchos muebles desde el inicio del extrañamiento; la casa ya se parece a mí, es una extensión del yo y sus emociones.

Hoy en la madrugada al levantarme para ir a la escuela, me dí cuenta que ya no extraño tanto como antes. Aunque suene a lugar común, es cierto: todo pasa...la tempestad y la calma. Y la tormenta está desapareciendo con agosto. Me había puesto nueve meses, uno por año. Mis años fueron nueve, y los meses: nueve. No lo logré, pero el camino que llevo recorrido es demasiado. Comienzo a disfrutar las cosas bonitas que me pasan. En estos nueve meses han sido muchas, tantas que durante semanas estuve asustada.

No extrañé el domingo. En la misa de mi abuela ni siquiera lloré. Pensé que iba a hacerlo. A ella la extraño y la extrañaré siempre. Pero ya no extraño, ya no, no tanto como antes.

Una nueva etapa. Una nueva vida. Un nuevo proceso, un nuevo semestre, ropa nueva, nuevo... todo.

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