viernes, 23 de julio de 2010

De un tiempo para acá -casi tres años aproximadamente-, aprendí a controlar el enojo, pero ha sucedido lo que me temía: todo ese control desapareció ayer, el monstruo que celosamente había cuidado, resguardado, salió con demasiada fuerza. Respiré, conté hasta cincuenta, me tiré en mi consabido sillón rojo, tomé a Miller y lo abracé en espera de que su ronroneo me tranquilizara; no rompí cosas, no tiré nada en casa, pero descubrí que un gato de escasas siete semanas de edad no podría calmar treinta y un años de malas cosas, de momentos sellados en la memoria, de situaciones que como deja vu saltaron a mis ojos.
Quizá fue el regreso a la ciudad bala, el dejar atrás a la ciudad manifestación con sus lluvias estupendas y pavimento mojado; quizá fue volar por el Ángel de la Independencia, la Condesa, Polanco, el Zócalo, el Teatro Benito Juárez, el Julio Castillo, el riquísimo café de Coyoacán y los churros con cajeta, La Plaza de las tres Culturas, BA; pero sobre todo dejar atrás a toda la gama de personajes que caminan por las calles, sus zapatos rojos y shorts azules, sus camisas de manga larga y sus huaraches, los parques con sus bancas y las gaitas a lo lejos, el cigarro entre los árboles; quizá fue llegar y no encontrar a D con sus labios llenos.

Quizá... quizá fue el 50-50, no lo sé. Quizá es el saber que las gaitas jamás tocarán para mí.

Las letras D están desapareciendo.

1 comentario:

DBRS dijo...
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