lunes, 3 de noviembre de 2008

Un halloween sin halloween. Me dolieron mis sobrinos. Esta vez los disfraces sólo quedaron incrustados en imágenes frente al espejo. No pudieron salir a pedir dulces. Se les hizo piñata para evitar que lo resintieran, pero no fue suficiente. Con disfraz puesto, pero sin salir a tocar puertas no es halloween es una fiesta de disfraces, me dijo Joshua sentado en el sillón con su cara larga, larga. Lo saben, no podemos engañarlos, perciben que nosotros -su familia- también estamos asustados. Por primera vez en todo el año pensé en quedarme a dormir en la casa de mi madre. Tuve miedo, mucho. Tanto, que no salí a divertirme como en años anteriores. Mi madre me pidió que me quedara: tu carro no tiene placas, Esmeralda, ahora no sólo te tienes que cuidar de la policia o de verificación vehicular, también de los narcos, qué tal que piensan que eres de uno de sus enemigos y balean tu carro, no te van a decir: a ver señorita, bájele a su ventana, porque como trae vidrios polarizados no le vemos la cara. Me fui a casa dejando a mis sobrinos conscientes de una nueva realidad: la realidad de la violencia y encierro colectivo. Conscientes de estar enfrentando una nueva era donde la posibilidad de libertad es cada vez má pequeña.
Al cerrar la puerta, Erick, mi sobrino el más grande, me gritó: Cuándo terminas la escuela, tía? Cuándo nos vamos de Tijuana?
Escalofrío. La garganta, piedra.

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