miércoles, 21 de enero de 2009

Hoy despertaste, y aunque descubriste que fue la primera vez, en muchas noches, que el insomnio producto del miedo por el robo a tu casa, no te golpeó a la 1:00 am; te duele la cabeza. Amaneciste de mal humor y no sabes por qué. Más bien, no quieres admitirlo: la fecha se cumplió y no pasaste la prueba. Decides que es un día para llorar, que siempre has pensado que la lloradera evita la gripe, y te dices que el clima se presta para las enfermedades. Pero piensas en las reuniones del día y en el maquillaje. No puedes llegar a la cita con el rímel corrido y los surcos barridos en las mejillas.
Te pones corrector en la parte inferior de los ojos. Piensas en la historia del anillo y su valor de cientosetentapesos, cientosetentapesos, cientosetentapesos, ni siquiera puedes ponerle el consabido espacio a las palabras, repites la frase como si fuera una, así, sin más. Piensas en tu madre, y deseas que ella sea más fuerte que tú. El dolor en la rodilla -que tú pensabas sintomático-,  ya no está, tu mamá ya no usa el bastón de la abuela, y mucho menos se queja del duelo.
Te pones los zapatos y piensas en El aleph de Borges, y notas que te enoja la teoría del universo infinito y la infinita veneración del personaje hacia las cosas vividas y no vividas. Te peleas con tu cabello y su nuevo corte, y con lo laberíntico de los acontecimientos.
Te subes a tu carro y aceptas que desde hace meses estás enojada, que de nada te ha servido ocultarlo, que los intentos por esconderlo ante ti misma, han sido fallidos, que la yoga y los rituales de manzana con canela no han servido para nada. 

Cuánto?

Cien, de la verde por favor. No me limpie el parabrisas.

Manejas, y a tu mente llega la rueda del dharma, esa de la que habla la religión budista: todo se regresa siete veces. 

El aleph otra vez, en este momento te gustaría que la carretera fuera infinita.

Buenas tardes, tengo una cita a la 1:30.

Cierras la puerta. La lloradera será hasta después de la reunión, te dices.

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