miércoles, 16 de julio de 2008


Cada vez que me enfrento a un nuevo grupo de alumnos, me enamoro de alguien. No puedo evitarlo. En este momento estoy enamorada de casi ocho niños: son increíbles. Como también es increíble, estar correteándolos por todo el salón. Estoy dando tres campamentos de verano y estoy cansada, muy cansada. Al final del día me cuesta articular las palabras, mi garganta también se cansa, pobre, me mienta la madre a cada minuto.


Ya lo dije, me enamoro de alguien. Ahora estoy enamorada más que nunca, no quiero separarme de Esteban, ese guero de ojos de sapito sin pestañas, y con déficit de atención que tiene una inteligencia envidiable. Hace tres semanas le hablaba y no me hacía caso, ni siquiera me veía. Ahora trabaja, me escucha y contesta: sí, maestra, voy a hacer lo que usted me diga.


Hoy pasó algo que nunca me había sucedido -Y espero que no se repita jamás- Esteban casi se me ahoga. Me descuidé un poco y él se tragó una bala de plástico. Hoy los niños más grandes: José, Emilio y Andrés llevaron pistolas de juguete, de esas que utilizan balas de mentiritas, pero que lastiman de todas formas. Les dije que nada de violencia, y les decomisé las pistolas y el frasco transparente repleto de balas. Seguramente me odiaron.


Me descuidé y sacaron las balas del escondite. No me dí cuenta hasta que vi a Esteban tratando de vomitar la maldita bala naranja. Estaba rojo. Primero pensé que estaba jugando, pero no me contestaba, no podía respirar. Lo giré y comencé a presionarle el estomago, entre gritos pregunté que si alguien sabía qué se había comido y vi las balas regadas por el piso. Ni tiempo tuve de pensar, lo apreté y sentí su corazón palpitando desesperado. Le metí los dedos hasta la garganta, pero no encontré nada.


Le pedí agua a José y la trajo enseguida. Se la eché a Esteban en la boca y seguí apretando. Le pedí que tratara de respirar por la nariz, que me ayudara, que si respiraba por la nariz y el aire encontraba salida, íbamos por buen camino. Después de unos segundos de lucha, la bala salió volando de su garganta. Lo abracé fuerte, muy fuerte y comencé a llorar con él en mis brazos, él me abrazó con la fuerza de sus siete años. No lloró, pero su frente y espalda estaban empapadas. Mis manos temblaban, mucho, demasiado. Los demás niños estaban parados a mi alrededor mirándonos asustados. Andrés -el dueño de las balas- en un rincón, tenía los ojos llorosos.


Yo lloraba y Esteban me decía:

-estoy bien maestra, estoy bien, perdóneme maestra, perdóneme, voy a hacer lo que usted me diga.

-Pero por qué te la pusiste en la boca Esteban, si no es comida? El pollo se come, las verduras se comen, pero el plástico no.

-Pensé que era un chicle maestra, pero míreme, estoy bien.

-Pues sí, pero me asustaste.

-Perdóneme maestra.

-No tengo nada que perdonarte, eres un niño muy inteligente.

-Ya no tanto, un pedazo de la bala se me fue al cerebro.

-No Esteban, la bala la escupiste.

-Sí, pero un pedacito ahí se quedó y ya no voy a ser tan inteligente.

-Claro que vas a seguir siendo inteligente. Ese pedacito está en tu estomago y se va a deshacer con el tiempo.


Llamé a Andrés, pero no se movió de su lugar, el miedo lo tenía paralizado. Caminé hacia él con Esteban todavía en mis brazos, lo besé, y le dije que no se preocupara, que todo estaba bien. Andrés no dijo nada. Sólo abrazó a Esteban.


Yo quería correr al baño y seguir llorando, pero no pude, hice lo que creo que hacen las mamás: no despegar la mirada de todos y cada uno de los niños.


Las balas, siempre las malditas balas.

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