lunes, 16 de febrero de 2009

Te vi subir al taxi, y observé la cara que hiciste al ver que la señora del fondo, lloraba con la mejilla pegada al cristal, eran las 6:40am, muy temprano para el dolor.
Me reí cuando agachaste la cabeza sin saber qué hacer, no sabías a ciencia cierta cuál era el destino exacto del taxi, lo que querías era salir de ahí, que el chofer te llevara al centro.
Caminaste tres cuadras, yo te veía desde adentro y sólo reía. Tu rostro de desvelo crónico es inconfundible. Llegaste a la parada y tomaste el siguiente transporte, esperaste a que se llenara. Sentiste pena, las personas de al lado, olían a fragancias lindas, y tú te habías levantado tarde, sólo el pants, la gorra, los tennis y adiós. 
Tú eras la persona que llevaba el destino más lejano. Serías la última en bajar. Te miré a través del espejo, y escuché al taxista hablarte de su separación, de sus hijos y sus tres taxis, de sus deseos de vender la casa e irse de regreso a su pueblo. El dolor es colectivo, pensaste. Era tarde, tú tenías un pie abajo, la puerta abierta y el señor te hablaba triste. Lo intuí, no sabías qué hacer.  
Los taxistas tienen una vida solitaria -puedo jurar que eso pensaste-, aparentemente tienen contacto con mucha gente, pero su necesidad de hablar es insólita. Lo corroboraste a tu regreso, cuando el otro chofer te mostró la libretita con sus gastos y ganancias, hasta le ayudaste a sumar mientras él manejaba.

La lluvia y las bolas blancas corriendo con el agua.

Extrañas esa lectura calientita.

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